El argentino no sabe de qué le sirve la ciencia

Raúl Armando Salomón es investigador del CONICET, y alguna vez alumno de Luc Montaigner.

“En la sociedad argentina hay analfabetismo científico, tanto en la sociedad como entre los políticos. Acá, si alguien confisca el bolsillo de la gente, salen a protestar, y con justicia. Pero nadie sale a protestar si falta ciencia, porque al decir que son analfabetos científicos estoy diciendo que no saben para qué sirve la ciencia”, afirma Raúl Salomón. Doctor en Química de la UNT, especializado en España y alguna vez alumno del flamante Nobel de Medicina Luc Montagnier, el investigador y docente de la Facultad de Bioquímica, Química y Farmacia de la UNT y del Insibio (Conicet) es pesimista a la hora de evaluar el futuro de la ciencia en la Argentina, pero esa sombra se borra cuando le brota la llama didáctica para sintetiza con claridad sus líneas pasadas y presentes de investigación, entre ellas el desarrollo de un antibiótico natural, la microcina J25.

– ¿Qué hizo que en la Argentina hayamos tenido un Houssay, un Leloir, o un Milstein?
– Son épocas doradas, y dificulto que volvamos a pasar por ellas. El esplendor de la Argentina se terminó después de los años 60, a causa de políticas erradas, y de los vaivenes del sistema, que expulsó gente, haciendo gala de macartismo. Se expulsó gente por ideología, por cosas que no tienen nada que ver con la ciencia. En cuanto a Milstein, hay un concepto que me choca, porque Milstein se formó en Argentina, pero él se hizo inglés. Y quienes le dieron los medios para investigar fueron los británicos. El fue expulsado de la Argentina.

– Pero hay gente que ve mejoras en el sistema científico…
– No creo que haya habido desde los años 60 en adelante una política científica coherente. Veo algunas señales positivas, pero se necesita continuidad. Porque un científico necesita, para investigar, que le garanticen condiciones de investigación a largo plazo. Es cierto que en el Conicet han habido progresos, porque han mejorado las remuneraciones y se ha estimulado mucho el ingreso de becarios a la carrera de investigador; y ellos son el motor de la investigación,son los que ponen las manos. Pero falta una tercera parte en el trípode, que son los presupuestos, que siguen siendo muy bajos. No voy a llegar a la exageración de decir que no llegan, pero a veces lo hacen con tanto atraso que es imposible trazar planes a largo plazo. Las condiciones de trabajo de un investigador no son buenas. Uno debería concentrarse en el problema para resolverlo. En cambio acá hay que atomizar el tiempo, dividirlo en hacer las compras, en pelear a veces con el personal de apoyo. Uno tiene que ser un hombre orquesta, y diversificar su esfuerzo. Por otra parte, los investigadores, cuando presentan proyectos, son evaluados por sus pares. Y es posible que no me equivoque si digo que los investigadores son los únicos empleados estatales que están siendo continuamente evaluados. No sólo debemos dar cuenta de qué hemos hecho con los subsidios, sino que somos evaluados rigurosamente por los árbitros que el editor de una revista elige cuando enviamos nuestros trabajos a las publicaciones del exterior.

-Usted estuvo tres años en España, un tiempo en Francia… ¿Hay allí otra relación entre la sociedad y la ciencia?

– En los Estados Unidos la investigación se desarrolla en las universidades, y las empresas tienen su propia división de investigación. Acá, salvo excepciones como Biosidus y alguna otra, no incorporan investigadores. Acá, la mayor parte de la investigación se hace en la universidad. El empresario argentino quiere ganancias a corto plazo. Para él, la inversión en ciencia es una inversión de riesgo. Hay un concepto que acá no ha entrado, y es que un país no tiene buena ciencia porque es rico, sino que es rico porque tiene buena ciencia.

-¿A qué atribuye el analfabetismo científico del argentino promedio del que usted habla?

– No lo sé, pero en Europa tienen mucha más conciencia que acá. Es una cuestión cultural. Acá, la gente puede salir a protestar si le confiscan el bolsillo, lo que me parece muy importante. Pero nadie va a salir a la calle porque falte ciencia. Le cuento una anécdota. Cuando yo estuve en Francia, el instituto Pasteur (sede de trabajo de Luc Montagner) acababa de pasar por una crisis muy grave. Y la gente contribuyó sin condiciones, desde todo el país, porque ellos tienen noción de que la ciencia es algo útil para ellos.

-¿Cómo fue su experiencia con Luc Montagnier?
– Quiero aclarar que yo no trabajé con Montagnier. Hice con él mi examen final de un curso que tomé en el Pasteur, en 1982. Eran varios profesores, y tuve el honor de rendir con él. Se portó como un caballero. Me propuso que hiciéramos el examen en castellano, y yo le dije, no doctor, lo voy a dar en francés. Eramos dos únicos argentinos en el curso, María Elena Pons -otra tucumana- y yo. Recuerdo que salí de rendir, y me fui a tomar un café en un bar que estaba en la esquina del Pasteur. Montagnier, que estaba con unos colegas, se me acercó, se sentó conmigo y me dijo que me quedara tranquilo, que había rendido bien. Todo un gesto.

– Usted ha trabajado durante décadas con el doctor Ricardo Farías en el desarrollo de un antibiótico natural, la microcina….
– La primera publicación de la microcina es de 1992. Es una molécula a la que bauticé microcina J25: es un antibiótico natural que no tiene toxicidad. La estructura del antibiótico y su modo de acción son completamente originales. Con esto quiero decir que no hay otros antibióticos peptídicos: un péptido es una pequeña proteína. La microcina es producida por una bacteria común del intestino humano, la escherichia coli, que yo aislé de las heces de un bebé. Si está presente en el intestino humano, es improbable que pueda tener toxicidad. En cambio, casi todos los antibióticos convencionales, cuando son tomados en altas dosis, o durante tiempos largos, son tóxicos. Con la microcina no se han hecho pruebas en humanos, aunque se puede suponer que no es tóxica, y lo hemos comprobado en estudios con células de diversos tipos. Hay gente que la está experimentando en animales. La microcina, como está, no es un antibiótico útil, pero puede servir como una plataforma para el desarrollo de un antibiótico útil. Por ahora no es útil porque tiene un espectro de acción estrecho; y porque las bacterias desarrollan muy fácilmente resistencia contra la microcina. De todos modos, no he abandonado totalmente el tema; y alrededor del 70% del Insibio está involucrado en cuestiones relacionadas. Hay laboratorios en  Nueva Jersey con los que hemos trabajado por tres años en un convenio de cooperación, con financiamiento del equivalente norteamericano del Conicet. La cooperación tenía el objetivo de encontrar variedades más potentes de la microcina, y ver si se podía ampliar el espectro de acción. Esa línea de investigación sigue abierta, y hay grupos en Francia y en Australia que han tomado la microcina como una de sus líneas de trabajo.

-¿Piensa que la microcina J25 podrá llegar a las farmacias?
– La microcina puede convertirse en un antibiótico útil, pero pueden pasar décadas antes de que eso suceda, porque el proceso de desarrollo de un antibiótico es lento.

– ¿En qué consiste su nueva línea de investigación ?
-Trabajo con dos becarios, uno de los cuales sigue trabajando con aspectos de la microcina. Con el otro hemos descubierto una mutación que acelera la muerte de la escherichia coli en la fase estacionaria: es una fase del ciclo celular en el que la bacteria entra cuando se le acaban los nutrientes, el alimento. El estudio del mecanismo molecular de esa mutación puede eventualmente llevar al desarrollo de un antibiótico, por qué no decirlo, que provoque la muerte de la bacteria, de la stericchia, o quizás de otras bacterias patógenas.

 

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